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Friday, January 1, 2010



Fragmento de la novela

Los jardines secretos de Mogador

de Alberto Ruy-Sánchez

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1. El paraíso en la mano

En una tienda de especias de Mogador comencé mi búsqueda de los jardines secretos de la ciudad. La fachada estaba cubierta de platos de cerámica vidriada con diseños asombrosos. Todos diferentes y cada uno más sorprendente que otro. Enmarcaban, sobre el muro blanco, a las tres hileras escalonadas de cestas y bandejas puestas afuera de la tienda, como queriéndose meter en el paso de la gente. En cada bandeja una montaña pequeña de olores, formas y colores. Nueve recipientes por cada hilera. El azafrán, con sus delgadas hojas retorcidas del rojo al naranja, parecía arder al lado del clavo oxidado, enano y puntiagudo. Las pimientas molidas parecían dunas ligeras y las enteras piedras de un turbio río. Pero ahí la reina de las especias parecía ser la jena, o jené, o henné. Cada instante venían por ella en sus dos maneras: una cesta ostentaba sus hojas pequeñas y obesas mientras una bandeja ofrecía el polvo que de ellas da el molino. Harina verde muy clara y espesa que las mujeres compraban midiendo sus deseos con una cuchara de plata que luego hundían en el polvo. Y el sol daba al brillo de la jena y al de la plata una complicidad sonriente.

Me detuve en esa tienda porque la serie de montículos coloridos me hizo pensar que ese era ya un jardín, un huerto de olores a la venta. Y claro que de cierta forma lo era. Pero luego pensé que debería existir detrás de esta tienda un huerto de especias, seguramente visitable. Y que esa tienda era como los expendios de flores son a los sembradíos, no un jardín sino un aparador de él. No un paraíso sino un anuncio de que es posible. Como lo que me pareció en un principio que hacía Jassiba con los pétalos en las manos para vender ramos enteros. Después me di cuenta de que la florida geometría pintada en cada plato sobre el muro y el conjunto de ellos formaban otro jardín, o algo así como su diagrama, su deseo: el croquis de jardines posibles, tal vez soñados. Círculos de privilegio a la vista.

El tendero olía a una mezcla extraña de anís y cáscara de naranja, caminaba enfrente de sus especias, como queriendo atrapar todos sus olores y luego repartirlos por la calle con sus movimientos como panfletos invisibles anunciando sus mercancías. No dejaba de llamar "gacela" a cada mujer que se acercaba. Halagadas le sonreían.

Me acerqué al vendedor con poca esperanza pero le pregunté de cualquier modo:

---¿Tienes un jardín para cultivar tus especias?

--- Tengo muchos, están por todo el mundo. El clavo y el cardamomo vienen de la India. El azafrán de Samarcanda. Aquella Hoja de los Vientos viene de China. El tomate de árbol disecado de Colombia. La perfumada flor de un día es especia de Costa Rica. Ese fruto picante que llaman Chile de árbol viene de México. Mi jardín está en todas partes. Los cuatro muros que ves son invisibles cuando hueles de verdad alguna de mis especias y ese olor te lleva al mundo.

--- Lo que quería saber es si tienes un jardín en Mogador o sabes de alguien que lo tenga, además del jardín del padre de Jassiba, que ya conozco.

--- ¿Dentro de las murallas? No.

--- Pero si dicen que el origen de todos los jardines está en Mogador, muy a la mano.

--- ¿Pagaste por ese jardín? ¿Te lo vendieron como aquellos americanos de Texas a los que les vendían la torre Eiffel? Si quieres yo te vendo un jardín así.

--- No. Sólo quiero conocerlo.

Hizo una cara de no saber y llamó por su nombre a una mujer en la tienda que era su cliente. Le hizo mi pregunta. Ella también sonrió pero sin burla. Me dijo:

--- Ya sé qué tipo de jardines quieres visitar. Ese que los vendedores como este hombre llaman Los jardines de las gacelas. Donde se cultiva el amor y a veces se cosechan celos. Me extendió la palma de su mano con un ademán de orgullo y coquetería. Me sorprendió.

Sus tatuajes de Jena eran como los de Jassiba pero con un diseño diferente, le cubrían las manos, una parte de la muñeca y el inicio del brazo. Su geometría aparentemente sencilla era muy compleja. Había formas aisladas y pasajes entre ellas. Me explicó que ese dibujo en particular se llamaba el Jardín de los orígenes: Al llevarlo recordamos que cada día debemos construir paraíso con nuestras manos. Aquí está señalado el deber de hacer placenteros los días a quienes nos rodean y a nosotras. Y que debemos perseguir con la obstinación de un puño cerrado nuestros deseos.

También es talismán, nos preserva de todas las fuerzas malignas. La ciudad tiene sus murallas, nosotras nuestro jardín en las manos. Sirven para lo mismo. Protegen si es necesario y dan carácter y belleza si no se necesita protección. También nuestro jardín es coquetería: nos esconde una parte del cuerpo anunciándolo con formas vistosas como plumas de pavo real. Es como una celosía a la medida del cuerpo: nos oculta pero anuncia que algo valioso ocultamos. Aumenta la belleza al hacerla entrar en los sueños de nuestros suspirantes. De la novia los hombres siempre recuerdan el primer jardín de Jena cuyos senderos son promesa y laberinto. Por eso es atuendo de bodas.

Y muchas veces hay una escritura secreta en este jardín diminuto. Palabras indescifrables que no se leen pero se tocan y dicen cómo ser feliz y cómo llevar consigo todos los poderes benéficos, cómo complacer a los amantes y a una, cómo detener el mal de ojo, la envidia, la intriga. Un tratado médico del siglo XVIII afirma que “la Jena tiene 99 virtudes, pero la principal de ellas es la felicidad.” Es por supuesto una Jamsa y cura. Nos dice cómo alcanzar cada día el paraíso escapando a las torturas y los placeres del mal y cómo volverse, con todo el cuerpo en movimiento, la música de ese camino al paraíso. Un antiguo poeta mauritano, Habib Mafoud, decía que “La jena es serenidad. Y si el alma tuviera un color sería color de Jena”.

En la tinta misma de la Jena está todo eso porque la Jena es uno de los árboles, o arbustos más bien, del paraíso. Es planta del desierto. En ella está viva la memoria de la primera lluvia. Resiste todo porque estuvo en el origen de todo.

De un arbusto de Jena se derivaron todas las cosas del mundo. Dicen que los animales, todos los animales que conocemos, son descendientes de una plaga que hubo sobre las hojas de la Jena. Y el olor de la flor de Jena es el origen de todas las seducciones en el aire, de todas las atracciones, de todos los deseos. Y por tanto de todos los humanos ya que todos somos hijos del deseo y habitantes del aire, del agua, del fuego y del jardín. El jardín original renace cada vez que lo trazamos con Jena en las manos.

Así quisiera yo trazar en tu piel, Jassiba, la geometría secreta de nuestro paraíso. Una figura que sólo tú pudieras ver y descifrar en un lenguaje inventado por nuestros cuerpos. Las líneas y las formas que nunca permitirían que se te olvidara cada sensación que tuvimos como amantes. Quiero ser en tu piel la línea escrita de la felicidad. Marcarte con la huella fugaz de mis dedos cuando te acarician, con la tinta invisible de mi saliva recorriéndote, con la traza que dejan mis ojos cuando te miran muy a fondo en el rostro o entre las piernas. Quisiera ser la Jena que te cubre y que viene de ese lugar fuera del mundo que por un instante compartimos.

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